Y es que con el virus aquel y con el arresto domiciliario que acarreamos, parece que la memoria se nos inmiscuyera por los espacios de desconcentración, de vacío, de espera infinita. Por las noches he escuchado gritos desgarradores de vecinas que han visto cerrar los ojos de sus familiares más ancianos, el conteo de muertos parece ser un medidor en el tablero de un avión. Un día más, un día menos pero siempre crece. Salgo a comprar el pan y los globos blancos, las fotos de vecinos añosos pegadas en cartulinas afuera de sus casas. No hay carroza ni velorio ni funeral, un aplauso en las tardes despide a los que salieron de sus casas y no volvieron más.
Y me acordé que yo viví algo parecido, igual de caótico e igual de pandémico. A los muertos los registra la memoria y sería menester recordar a los muertos que son números y no efemérides ni actos cívicos. Hijos de vecino le llamaban.
Mi taita fue uno de esos, hijo del más escondido y empobrecido de los campos, poblador por necesidad y luchador de la vida y la alegría. Esta semana conmemoramos su nacimiento y con él el de tantos. Hijo guacho del campo, se crió entre cerros y bosques, acompañó sus eternas caminatas con soledad y reflexión y al acudir a Santiago se encontró con algo parecido, mas campo solo que este estaba siendo poblado por la migración interna. Acá vivimos la dictadura y la vuelta a la democracia, acá vimos arder las calles, vimos llorar muertos a plena luz del día y vimos como las personas crecen y como de maneras distintas van las generaciones apoderándose de la historia, a veces para debilitarla y otras veces para envolverse en ella.
Los vecinos de mi pobla son todos parecidos. Los más añosos miran pasar el tiempo y conversan en las esquinas de andanzas pasadas y lecciones para los más jóvenes. Las señoras cocinan, se las rebuscan para parar la olla, saludan en voz alta mientras mascullen pelambres y hechizos. Los adultos trabajan, juegan a la pelota y celebran noctámbulos alguna fiesta interminable o lloran una pena infinita.
Los más jóvenes trabajan, juegan con la suerte, algunos se organizan y protestan. Los niños juegan, imitan a los más grandes y algunos se pierden en la oscuridad, a veces retornan otras veces pasan al olvido.
¿Y será la memoria un registro claro de lo que hemos vivido?
¿No será que inventamos buena parte de los recuerdos para hacerlos calzar en todos los vacíos que nos regaló la distracción?
Quizás el olvido sea la memoria, ese olvido del que nos damos cuenta cuando nos lo recuerdan. Esa pieza que faltaba a nuestro rompecabezas y que cuando la encontramos, el rompecabezas cambia de imagen, ya no es el mismo de antes y todo lo anterior se desvaneció para transformarse en una pieza distinta.
Personalmente ya comienzo a olvidar los rostros de los que se han ido, me cuesta incluso recordar sus contexturas o cuerpos, a veces me acuerdo de algún abrazo y puedo retomar la idea, me cuesta retener fechas, eso ha sucedido siempre, pero por sobre todo me cuesta la imposición, esa prepotente presencia de la memoria como algo sobrevalorado e impuesto. Como si la memoria tuviese carácter de verdad y no de posibilidad.
Grité esas palabras en el Museo de la Memoria, así como gritar, gritar, no. Más bien lo dije desde las tripas y no alcanzó a salir por mi boca. Me alejé caminando hasta el lugar donde trabajaba mi madre como empleada doméstica. No encontré la dirección, pero ese espacio yo ya lo había habitado, lo puedo asegurar. Caminé por la quinta normal y la encontré tan cambiada ¿fíjese? Conversé con vagabundos y escolares y me acosté en el pasto. El cielo estaba azul y lleno de mantos blancos que lo acariciaban.
Desde esta prisión doméstica, se siente tan bien recordar que alguna vez caminamos, que nos miramos, que discutimos, que nos abrazamos, que aun vivían estos que no hemos podido despedir.
Las calles están vacías, una que otra sombra deambula las noches frías, mientras se apagan los fogones de las ollas comunes.
¿Cómo haremos calzar todo esto en nuestra memoria?
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