Como una araña o como la garra de un águila romana, la mano del soldado se hundió entre los pliegues de la tela y, de un tirón, la clámide púrpura del acusado voló por el aire como el ala negra de un ave gigantesca. Quedó desnudo sobre el suelo, sentado en su propia sangre. Otro soldado le arrojaría la túnica blanca.
El juicio había terminado.
Lo que quedaba a partir de ese momento era la simple ejecución de las órdenes menores: la máquina burocrática romana de la muerte debía proseguir con el traslado del madero por parte del reo hasta el sitio de la ejecución y organizar el cuerpo de legionarios que lo acompañarían en la procesión y que, luego, custodiaría los cadáveres.
Mientras tanto, en el cuartel de los soldados, la tragedia había cobrado la forma de una farsa y la dolorida desnudez de Jesús quedaba a expuesta a la burla de los hombres, de las lanzas y del cielo. Alguno le puso una corona de espinas.
Lo arrastran a los tirones de un brazo y comenzó la procesión insultante. Las miradas de los presentes eran nuevas espinas que caían sobre el condenado: eran oficiales, sacerdotes, magistrados judíos, curiosos, algunos seguidores embozados y extraños de otras naciones que se habían dado cita ante el horrísono espectáculo...
Una palabra de sus labios sangrantes y el palacio de Pilatos se hubiera estremecido hasta deshacerse... una mirada de sus ojos mansos y la soldadesca hubiera perecido en el acto... un gesto de su mano y las heridas hubieran sanado. Pero su boca no profirió palabra, sus ojos se clavaron en la tierra y sus manos tomaron el madero, para concentrarse en el dolor...
Mientras tanto, los soldados cumplían su parte en otras ejecuciones: dos ladrones más debían ser crucificados con él. La orden era llevarlos hasta el monte del Gólgota y había que llegar pronto: otras ejecuciones esperaban para más tarde.
Y era el dolor, la tensión de la noche anterior en el Getsemaní, las crueldades en la corte de Herodes, la flagelación... todo conspiraba contra sus fuerzas humanas. Y finalmente, a poco de andar, su rodilla claudica y toca tierra. La soldadesca se exaspera ante la lentitud del proceso judicial: sabían que ni un romano ni un judío iban a querer tomar por propia voluntad el madero para no contaminarse con aquella ignominia y por eso la orden no se hizo esperar: con la punta de su espada griega y un gesto con el mentón, un legionario convocó a un hombre cualquiera de la multitud para que tomara el madero y acelerar así la
marcha.
No había abierto la boca ante Herodes. Quedó mudo ante los golpes e insultos de los legionarios y venía avanzando en silencio por las calles, hasta que reparó en la ligera telaraña de lamentaciones que caía sobre él... y no de los varones -que no osaban protestar ni lamentarse abiertamente para evitar una posible reprimenda de los soldados- sino de las mujeres... y fue a ellas a quienes dirigió su último testimonio sobre el inminente holocausto que le sobrevendría a la nación judía. Fue a ellas a quienes les ofreció razonar que, si sobre el “árbol verde” del profeta que ofrecía la Vida Eterna hacían eso. ¿Qué no harían con el tronco seco de un judaísmo apóstata?
Las calles se acabaron. La procesión, que ahora era de tres reos, abandonó la ciudadela Antonia y cruzó por la puerta de Efraín dirigiéndose al Monte de la Calavera.
Entre los murmullos, las miradas y los lamentos, el grupo llegó al punto de ejecución. Simón -que venía de Cirene-, finalmente, dejó caer el pesado madero sobre el suelo, levantando una rojiza nube de polvo. Los soldados tomaron el cuerpo que no ofrecía resistencia y estiraron sus brazos hasta los extremos, apoyando sus rodillas sobre ellos para sujetarlo mejor.
El mazo de hierro se alzó en el aire reflejando el sol ardiente. Los clavos sobre las palmas de las manos y sobre las muñecas, para evitar el desgarro de la carne, se clavarían y se clavarían también sobre sus pies.
Un alarido de dolor se iba a proferir y el Padre no estaría para oírlo... El Verbo gritaría, y en ese grito y su agonía; en esa, su voluntad de morir, haría inmortales a todos los Hombres…
La muchedumbre se diseminó y sólo un grupo permaneció para acompañar al cadáver. Los huesos de sus piernas resistieron los golpes de la cínica piedad romana. Luego llovería... también temblaría la tierra y entre los que quedaron llegó como un murmullo, como una señal inquietante de final y de un nuevo comienzo, la noticia de que algo extraño e inexplicable le había ocurrido al velo del Templo...
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