Escrito por Nelson Rodríguez Arratia
Primero quiero agradecer la posibilidad de presentar, no sólo una obra, si no, además a su autor, Hans Schuster. La historia de la literatura, nos ha enseñado, cómo la voz de los autores, como sus cuerpos nos enseñan de su obra y a su vez de su tiempo y lo vivido. De este modo, querido Hans, para mi no es sólo un honor, sino, sobre todo, un desafío que, como lector y admirador de tu trabajo, me permitiré conversar hoy.
Digo que vamos a conversar hoy, porque estoy muy lejos de permitirme una lectura desde alguna teoría literaria, menos filosófica y de ninguna teoría de crítica cultural, por más que de todas ellas, la obra Látigos de fuego, pudiera permitirnos conversar; pues, creo, de lo que se trata, como lo advierte en sus escritos el gran filósofo chileno Luis Oyarzún Peña: ver que hay en el lenguaje que nos hermana tanto a la vida.
En este punto, en el del lenguaje, quisiera detenerme un momento. Qué duda cabe, que ante la obra poética Látigos de fuego, nos encontramos inmersos en una experiencia en el lenguaje. Sin duda y no sólo apelando a la jerga cientificista, toda obra poética es una experiencia en el lenguaje. Pero, no sólo porque ella responde a la creación o una creación en el habla, sino porque ella misma es el advenimiento de un lenguaje que desde el propio autor, éste queda marginado de ella por la obra misma. El autor, no abandona ni pierde la obra, la obra es la que despega del autor. En otro momento, al ser Látigos de fuego una experiencia en el lenguaje, es, además, una experiencia fuera del mismo. Ya no es autor que habla o deja de hablar en la obra, sino la obra habla de él, pero ya no es Hans, sino el
devenir de un tiempo que resta.
Al intentar explicar lo dicho anteriormente, no puedo dejar de reflexionar y sentir algo como esto: la experiencia en el lenguaje de Hans en Látigos de fuego, es algo así como una experiencia de exilio y asilo. Hans vierte la prosa y denuncia; tropieza con el dolor, la angustia y la rabia. Se duele, pero no es su dolor, quiere transmitir su dolor que no duele porque es su paso, su mirada, sus sentidos los que no alcanzan a dar con aquello que en cada verso se manifiesta como una descripción. Hans se exilia en Látigos de Fuego, porque no alcanza a comprender su estar. No es la experiencia doliente de la realidad, sino su inalcanzable manera de decirla. Es breve y lento a veces en cada poema y relato. Pero, además es innegable el asilo que Látigos de fuego es para el mismo autor y, sobre todo, para quienes hemos leídos los poemas, insisto en esto, relatados, descritos, sincerados por el autor.
Entre el exilio y el asilo del lenguaje, la experiencia del cuerpo, como la experiencia de la memoria y los recuerdos de infancia, son como lo indica la primera parte del libro: un exceso de horizontes o, mejor dicho: Horizonte acumulado. Los recuerdos de la familia: el bisabuelo, las tías, las primas sobrinas; la mesa compartida el sabor del pan y la cazuela, como la música que hace cantar a los pájaros, son las formas en que el autor se muestra en el destierro de los recuerdos. Quisiera ir, quisiera volver, pero dejar de estar donde se está. El sonido del acordeón del bisabuelo es el regocijo del autor, el asilo en medio del trinar de pájaros. Él uno más entre ellos. Un poco más adelante, la misma figura del bisabuelo, la misma voz del asilo del autor, aparece susurrando, como si las manos del acordeón ahora acarician la madera y en ella sentir, casi despegándose de toda realidad, porque al abrir sus manos largas y fibrosas, para sentir que el mundo se desborda.
Sin duda y espero no ser mezquino con esta advertencia, la memoria en el texto advierte una tensión del estar fuera y el estar dentro de ella misma. Ya no hay sólo rostros, familiares o amigos, sino ellos y el paisaje. No es cualquier paisaje; tal vez las tres zonas más hermosas de Chile; el norte y las añañucas; el centro y la ciudad que cae en el juego de la naturaleza y el sur, que junto al gran poeta fallecido Renato Cárdenas viajan de sur a centro las pellejerías de estar al centro del mar océano, para dolerse en lágrimas de las ciudades envueltas en mascarillas; pero al fin, todo llega a otro paisaje para anidar; ese paisaje de realidades y sueños, como dice el autor, ese paisaje, que al final del día está lleno de atardeceres.
En este minuto, pido disculpas a los oyentes. Pues, creo que, entre la memoria, el cuerpo, el afuera y el asilo de la experiencia del lenguaje, hay un poema que considero reúne estos elementos y Hans, los reúne en la experiencia del asilo o, como él mismo lo advierte, en la experiencia del cariño. Alguno de los oyentes y hoy, precisamente hoy, más que ayer cuando fue escrito el poema, creería que el limón, que un limón pudiera reunirnos en la acidez de la vida, en el mismo cariños de ser compartido, solícitos nosotros las bestias del consumo poder rezar a gritos volver a la experiencia del trueque, no como una experiencia de la historia económica, sin como la experiencia de ser humanidad o volvernos a mirar en
humanidad; Las disculpas, van además, porque me permitiré leer el poema completo:
“Este limón no tiene precio”
Ante la lluvia copiosa de la tos
como un picaflor de miel revoloteando
en el vapor de un tecito con bufanda
así, gota y rebanada
este limón no tiene precio.
Con tantos meses de pandemia
y el terror en agenda televisiva
entre políticos sacando cuentas en la congoja
grandes negocios y negociados
pasan por cajas del estado
y este limón no tiene precio.
A ratos me trae el recuerdo de las marchas
con toda la policía tóxica, también en gases
cual sicarios, ante la droga del poder
este limón no tiene precio.
Como en las picaduras de la infancia
frotando la piel del dolor sin matico
este limón no tiene precio
porque nunca estuvimos a la venta
y llegó en trueque al intercambio del cariño
en plena acidez del poema
este limón no tiene precio.
Construye el cuerpo su lenguaje, le viene de fuera, le viene de adentro, tal como el lenguaje respira en cuerpo lo que no puede dejar de latir. Cada pálpito enciende las horas, por cada hora que se respira un verso y un verso es en cada día lo que el cotidiano alumbra toda la vida. Cuerpo; lenguaje; abrir el día, para ansiar su luz, para llegar a la noche y mirar los caminos andados y sentarse entre las horas, el cotidiano, para saber eso que se llama hogar, donde nos habitamos, por el que somos cada abrazo, como una palabra, que en cuerpo y lenguaje se nos dice o se nos habla. Es la invitación del poema "Al borde del son":
“No más arena en las discusiones sin fin
un paso de baile y de cadera
es mejor que buscar esa palabra
que sangra ante el tribunal de la pura razón
y apura el giro danzante
al corazón del corazón
le viene bien
ese saltito de locura
y brincan más los sentimientos
día y noche
la suavidad del movimiento gentil
es la delicada apertura de las manos
al volver a tocar el ritmo
de esa tristeza y soledad
que se desliza al borde del son”
Y si, construye la memoria en cuerpo, lo que no puede dejar de latir; el tiempo. Como si todo el tiempo, todos los tiempos, se nos hicieran en un tiempo. Tan pasado, como presente, tan presente como horizonte y un horizonte con el aroma de los antepasados. Toda la huella en los olores, hedores, fragancias y la intensidad de quien se dispone a construir sus viajes por entre cruzando los tiempos. Tan tiempo como propio aquel que se viene con los rostros de otros, para engendrar un nosotros que no adivinamos y que sembró la historia de este viaje del que no quiero retirarme, sino, andar y andar para sentir que su final es otro comienzo. La memoria es más que recordar. La memoria es permitir que el corazón siga latiendo con los registros que nos cambian las horas del cotidiano.
Es el mensaje del poema: "Cambié el tono":
“Pero la voz seguía siendo la misma
y a ratos olía a pájaros
a sombra de árboles antiguos
que me dejaban mudo por un rato
como si pudiera escuchar
entre los vientos,
cambié el tono
pero la voz seguía siendo la misma
acurrucada al interior de unas brasas
fácil de reconocer
con una sola mirada
cambié el tono
para que las algas y cochayuyos
no se pusieran nerviosos
o alertaran la timidez de una nube
pequeñita, casi del tamaño de una bufanda,
cambié el tono
porque me mojé los pies
con los recuerdos”
Este son nos lleva a entender un último tema. Cambiar el tono es cambiar. No es la hora del tiempo cronos, sino de ese tiempo por el que nos encontramos y queremos perpetuarlo, porque lo vivido en la obra, nos deja abiertos y ávidos de sentir y sentidos. Fuera de toda o cualquier atisbo de entender la fiesta como enajenación, ella es en el sentido más crítico y profundo la forma de volver a mirar el tiempo por el que nos hemos abandonado. En la época de la sociedad disciplinaria, en la época de la sociedad del cansancio, del deber, del poder y de la inhibición para lograr lo que se me obliga y en ellos, la fragmentación de todo lo social por el ascenso indiscutible de toda forma de individualismo o de economía del yo sin los otros, que nubla toda posibilidad de encontrarnos en la voz de un uni-verso. Como lo dice el mismo poema Látigos de fuego es un llamado desde ese otro que soy, para ese otro y esa otra que somos:
El otro que soy, te saluda
con hebras de sol que despuntan
así las sombras que hasta ahora te acompañan
van quedando atrás
como quedan los susurros
entre nubes que amanecen.
Ya verás que mientras lees
se irá iluminando tu jornada
para volver a sonreír hasta tocar tus pies
que con los años se habían entumecido.
El otro que soy, te saluda
mientras las lenguas de sol
chasquean tu mirada,
ya el bien y mal te pertenecen
porque la mano de Dios
golpeó recién su propia almohada.
Y ahora vienen momentos
de preparación e incremento
para que vuelvas a reír
por todos los costados del planeta
somos uno y en cada esquina
te estaré observando.
Y cuando tu pecho se junte a otro pecho
serás más libre
porque libre es tu pensamiento y mi plegaria.
El otro que soy, te saluda
y te devuelvo la amistad
acurrucada en estos años…
Pero tú ya conoces las encrucijadas
y aprendiste a consolarte en la belleza.
El otro que soy, te saluda
habituado en ti y errabundo
te he buscado gozoso
como tu espíritu tutelar.
Y ahora que hay nuevos presagios,
sólo en ti la luz sustenta lo bello.
La luz que sustenta lo bello, es el encuentro humano por el que volvemos hacer historia y, ajenos a toda forma superflua, insípida o regulada por la seriedad y precisión de la técnica, nos volvemos a mirar en la sempiterna búsqueda que nos descubre buscando, danzando,
pues es la propia vida que nos desafía a volvernos y a mirarnos desde eso otros y otra que
somos. La fiesta, la danza y la conversación en la obra es cómo nos volvemos encuentro en ella y nos disponemos a proyectar lo que somos en el mundo.
Santiago de Chile, abril 2022.
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