Eclesiastés 3:1
Las veces que habré pasado por su casa… ya perdí la cuenta. Me paraba frente al portón y aplaudía mientras gritaba su nombre hasta que se me cansaban las manos. Pero nunca salía. Ni siquiera se asomaba por la ventana.
Cada vez que llegaba a un pueblo nuevo, antes de hacer lo que había ido a hacer, paseaba por las calles de tierra a ver si de casualidad me la cruzaba, pero ya sabía que no iba a estar ahí ni en ningún otro lugar adonde yo viajara. Igual yo la seguía buscando…
Pasé muchas horas desiertas pensando en si algún día podría encontrármela, pero no me tenía mucha fe. Lo peor era que, a la noche, tenía siempre el mismo sueño: yo estaba en una pulpería solo, muy solo, y entonces llegaba ella y me tocaba el hombro y me sacaba charla y se empezaba a reír, y ahí me despertaba tan triste y desdichado que después no podía levantarme de la cama hasta bien pasado el mediodía.
Y llegó un día en que me encontraron los hombres del gobernador con los pantalones bajos. Yo la peleé hasta el final, pero eran muchos, incluso para mí, y además andaban bien calzados, así que decidí dejar de luchar y escaparme.
Solo una pared muy blanca me separaba de mi caballo y de la pampa. La estaba saltando cuando por atrás un cagón me atravesó con su bayoneta. Atacar por la espalda a esta altura del partido…
Y entonces la vi. Por primera vez en mucho tiempo, se me apareció. Y ella me miró y yo la miré. Ella sonrió y estaba tan hermosa… Yo le sonreí con los dientes teñidos de rojo y los ojos llorosos. Ella estaba inmaculada y yo embarrado y lleno de sangre que de a poco se iba secando. Me tendió una mano pálida y raquítica y yo se la apreté fuerte.
—Hola, Libertad. Hola, Muerte.
—Vení, Juan. Ya no tenés que hacer sufrir a nadie más. Ya no tenés que sufrir más.
Y entonces nos fuimos los dos juntos y nunca nos volvimos a separar.
Dante y Beatriz, pero es 2014 y estamos en Argentina
Es un viernes, creo. O quizá un sábado, no me acuerdo muy bien. Antes me sabía de memoria todos esos pequeños detalles, pero ya no. Ahora no significan nada.
Es 2014 y vos ya sabés que te amo, pero seguís hablándome como si lo ignoraras. Tal vez seguís tratando de olvidarte de eso porque todavía me apreciás lo suficiente como para valorar más nuestra amistad que la incomodidad que nos genera estar juntos. Tenemos diecisiete y afuera hace frío, así que tengo puesta esa campera negra gigante y gansteril que antes pensaba que me quedaba bien. Vos tenés puestos un top y unos shorts, los dos más concisos que la prosa de Borges. Siempre te vestís igual, y me encanta: es como tu uniforme de amazona, el disfraz que usás cada noche cuando salís de tu casa. Para mí sos igual de fascinante que Gatúbela, pero yo no llego ni a ser un Robin. Siempre fue así, vos irguiéndote frente a mí, haciéndome sentir ínfimo y más impotente y perdido que Meursault. En ese entonces no sabía que habrías entendido esa referencia, porque no te amaba lo suficiente como para saber que a vos también te gustaba leer. El amor puede ser tan engañoso a veces…
Ya fumaba por entonces, como un murciélago, y vos tenías un novio que también se llamaba Felipe, que más que mi sombra o mi doble era mi versión 2.0. De todas formas, me llevaste a un rincón del patio y me pediste que te enseñara a fumar, porque eso estaba de moda en el 2014 y porque el otro Felipe no andaba cerca para sermonearte. Entonces te enseño: prendo los dos cigarrillos a la vez, y cuando te paso el tuyo con calculada desenvoltura me siento como James Dean o Peter Fonda, lleno de confianza y caballerosidad. Vos tosés y nos reímos, pero al poco tiempo le agarrás la mano y empezás a fumar mejor que yo, y es como si me estuvieras echando en cara toda mi estupidez e incompetencia, como si con cada bocanada de humo azulado que largás estuvieras destruyendo el personaje que tanto tiempo me había llevado crear. Quizá me estabas tomando el pelo, no lo sé, pero esas cosas no me importaban mucho, porque al menos estábamos pasando un tiempo juntos y eso justificaba cualquier cosa, tuya y mía. Creo recordar que la luna estaba llena esa noche en Hudson. Nunca había estrellas en el cielo cuando nos quedábamos solos los dos. Tal vez era una señal y yo nunca la vi… soy realmente malo leyendo entre líneas. Acaso por eso pensé por un segundo aquella noche que, algún día podíamos llegar a estar juntos.
Nos vamos a sentar cerca de la pileta vacía para tener más privacidad, o eso creí en el momento y cada vez que lo recordaba. Hasta ahora. Porque, quizá, solo te habías cansado de estar tanto tiempo de pie, o simplemente te pintó sentarte ahí porque era estético. Nunca te ofrecí mi campera porque incluso entonces sabía que eso era cursi e innecesario; además, nunca me la habrías aceptado. Hablamos un rato y por dentro me estoy empezando a morir, porque sé que ese momento va a terminarse eventualmente y mi cabeza me dice a los gritos que sería mejor no compartir nada más con vos, porque siempre voy a sentir que nunca es suficiente, y entre el algo y la nada me quedo toda la vida con lo segundo. Me decís cosas que no quiero recordar y que solo ahora puedo decir con cierto orgullo que ya olvidé completamente, pero sé que es importante porque estás llorando y nunca sé qué hacer cuando llorás. Odio verte frágil y deshecha porque eso siempre rompe el hechizo y destruye la imagen egoísta e infantil que me hice de vos, y sé que está mal, pero siempre fui demasiado egocéntrico, y será por eso que nunca te gusté y, creo entenderlo ahora, nunca me gustaste.
Y entonces pasa algo. Te me acercás y nuestros cuerpos se tocan, y es tan incómodo y estúpido que apenas puedo soportarlo. Detesto mi cuerpo, y trato de verme sólo como un alma y nada más, así que el hecho patente de que nuestros cuerpos están efectivamente en contacto me pone extremadamente nervioso, y me quedo duro como el David. No me agarrás la mano (nunca lo hiciste), pero apoyás tu cabeza en mi hombro y te quedás ahí por un buen rato; arriba de un minuto no duró, pero durante un minuto fuiste Laetitia. Trato de no moverme para que te quedes así lo más posible, y agudizo mis sentidos para vivir el momento de verdad, para absorberlo como uno hace con la luz del sol, con todo mi ser. No sé cuánto habrá durado realmente, si unos pocos segundos o varios minutos, pero me aseguré de imprimir ese momento en mi memoria lo más fuertemente posible, y creo que lo logré, porque estoy escribiendo esto ahora y aún puedo sentir tu liviana y dulce cabeza sobre mi tosco y pesado hombro como si todavía estuviéramos juntos en el patio de una casa de country a los diecisiete y no tan separados y perdidos como Luscinda y Cardenio. Es raro: sos como un fantasma ahora, como Beatriz lo fue para Dante aun en vida, pero cada vez que rememoro este momento, este brevísimo y minúsculo capítulo de nuestras vidas que no significa nada para vos y que lo significa todo para mí, te me hacés más presente y real, más consistente y material, que la computadora en la que estoy tipeando esto y el corazón que hoy te está extrañando. Sólo el amor puede traer a las personas de vuelta a la vida.
Un inoportuno compañero, que nunca se tomaba nada en serio, decidió darle un abrupto fin a la charla más íntima que tuve jamás cuando se sentó en medio de nosotros y nos preguntó, sonriendo con malicia y simulando que ahogaba una risita de rata, si nos íbamos a besar de una buena vez o qué onda, y solo entonces me di cuenta de que, tal vez, eso podía haber pasado si nadie nos hubiera interrumpido, o si yo hubiera hecho algo. Ahí fue cuando supe definitivamente que todo nuestro pasado no había sido otra cosa más que el larguísimo prólogo de nuestro beso final. En ese instante, con ella mirándome a los ojos y el payaso de la clase aún sonriendo tontamente, llegué a la conclusión de que el momento por fin había llegado. Empiezo a acercar mi boca a la tuya, y ya puedo sentir a la vez todas las sensaciones que están solo a tres segundos de distancia, dos segundos, uno…
Y entonces sonó tu celular. Era tu novio, que estaba en la puerta esperando a que lo recibieras como la buena novia que eras, o que tenías que ser. Entonces te excusaste y te fuiste porque sentías que debías hacer eso y no otra cosa. Y eso fue todo, ahí se termina la historia. Nunca más estuvimos tan cerca el uno del otro como en esa fría noche tan patética y estúpida, que solo yo recuerdo. Esa noche, el mundo siguió girando como siempre lo hace, pero esa noche pensé que vos también me amabas, que yo también te gustaba, y eso no había pasado antes ni volvió a pasar jamás. Sueño, aún hoy, con que esos términos se inviertan. Quizá de eso se trate el amor, pero no estoy muy seguro. Espero algún día ser capaz de entenderlo o de olvidarte completamente.
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