Escrito por Esther Sánchez González
Caminos lineales, de ésos que carecen de guijarros, no son los que han de seguirse cuando se trata de reflexionar acerca del ser. Afilados guijarros, pero también pedruscos que recuerdan la vulgaridad cotidiana. No lo siente así quien, ajeno o ajena al ruido del mundo al girar, se entrega al análisis de lo que se es, de lo que no se es. El arte se asemeja al ser: ¿Huimos o retornamos? ¿Es consuelo, vía de escape o prisión? El existencialismo es cuando se construye buscando respuestas a los interrogantes que han precedido a la destrucción. El arte es, entonces, la llave -esa pequeña lleva que tal vez pase desapercibida durante años e incluso décadas- que abre la puerta [eterna] del descenso al abismo: allí donde todo y nada se escriben, donde preguntas y respuestas no se disponen unas al lado de otras.
La literatura es la rama artística que mejor ha explorado la cuestión o problemática del ser, la única capaz de abordar al ser humano desde una perspectiva puramente existencialista. Esto es porque, con palabras, el individuo es capaz de desnudar y exponer su alma. La literatura es una suerte de bisturí que rasga la piel para que la mano rebusque más allá de las vísceras o entrañas. Lo escrito [lo leído] hasta ahora produce una reacción en el lector, pero también en quien ha vomitado sobre las líneas. Aquello que se lee ha de impactar en el receptor de las palabras. La reacción no tiene por qué estar atada al encanto o a los conceptos de belleza tradicionales. No se trata de loar una estética medida y maravillosa, sino de retorcerse ante las incongruencias de lo surrealista, de lo profundo, de lo inquietante que bombea los corazones. No hay que dejarse arrastrar por la armonía que gobierna los versos perfectamente dibujados, ni siquiera entregarse a una métrica matemáticamente pensada o perfilada con esmero. No. De nuevo, lo inquietante. Lo que importa es la calidad de la hoja del bisturí: ¿Abre el tórax con una única incisión o hay que sudar para conseguirlo? ¿Qué es lo que vemos nada más separar las pieles de otras pieles? Cuando nos sentimos cercanos a la náusea sartriana -quizás a la llaga de Umbral-, el estómago se revuelve en un intento de ajustarse a la nueva realidad de la existencia que se percibe.
La literatura existencial no versa sobre lo bello del ser humano. Los cánones que tratan de ajustarse a los ideales de perfección son opuestos a las vidas reales. Vida que es vida. El existencialismo, en filosofía y literatura, se mueve incómodo cuando lo hace en los bajos fondos del ser y de la existencia misma. ¿Por qué escribir largos tratados sobre el bien cuando el hombre parece tender, irrevocablemente, al mal? El tino filosófico de la teodicea es mayor que el de otras ramas. El primer acercamiento al existencialismo produce terror; un terror que se instala en el cuerpo tras el llanto y el mareo, productos ambos del rechazo a lo que somos. El existencialismo es ruido y silencio al mismo tiempo.
Pensarnos produce una falta de aire que en ningún caso debe ser pasada por alto. El estado [crítico] de los pulmones es muestra suficiente para saber que se está existiendo. Esta clase de evidencia responde a la que buscaba Thomas Mann para sumergir al lector en La montaña mágica. Se trata de una obra que es existencia en sí misma, existencia de unos personajes conscientes de ella y sobre la que hilan largas reflexiones de carácter filosófico. El tiempo es una de las reflexiones más importantes, seguida de la cuestión del cuerpo humano, nuestro recipiente. Mann es un ejemplo clave del existencialismo literario, pues con él es posible vivenciar todo tipo de vaivenes y derivas existenciales: el ascenso y la caída, el horror y la muerte.
Las obras literarias que descolocan nuestra línea de pensamiento para reforzarla después, son existencialismo. Sentimos que no comprendemos lo que leemos, nos sobrepasa. Y precisamente esa incomprensión es la que da paso al pensamiento filosófico: nos preguntamos, temblorosos, por qué deseamos seguir ahondando en lo incomprensible y es que, nos sentimos faltos de aliento vital o fuerza. Las pretensiones del autor cuando escribió lo que escribió se nos antojan, entonces, en cierto modo luciferinas. Algunas obras [de arte] literarias solo pueden ser concebidas si se asumen como el grito desgarrador que son capaces de producir al mirar través de unas lentes sin empañar ¿Y no es esto una clara metáfora de la existencia humana? El existencialismo es ese grito. La taquicardia asegura la permanencia en el mundo de los vivos. Asqueados, presas del vértigo, emprendemos el viaje al centro del arte que es la filosofía que el existencialista plasma con su pluma. Este tipo de literatura no debe ser desestimada por la filosofía: es su máxima expresión.
Pienso en Hermann Hesse, el que analizaba al ser humano buceando en su modelo más atípico: aquél que no se encuentra en ninguna parte; el que, atrapado entre dos épocas o tiempos que quizá nunca hayan existido, se percibe, analiza y entiende en oposición a los cánones sociales. Análogamente, otros como Sartre, Beckett y Camus reflexionan sobre lo cotidiano y el hastío, desnudando al ser humano más allá del tabú que implica soledad e intemperie. En la angustia vital de Cioran, aquejado de un mal indecible que le hizo vivir y morir al mismo tiempo, con latidos tan hermanos que era imposible diferenciar sus deseos; hallamos fragmentos de lo que la existencia es. Milan Kundera y su referencia al Schwerste Gewicht. Miguel de Unamuno, Camilo José Cela o Miguel Delibes.
ESTHER SANCHEZ, MUY INTERESANTE TU REFLEXION EXISTENCIAL A TRAVES DE ESTOS MARAVILLOSOS ESCRITORES. MUCHAS GRACIAS DEBE SER MUY BUENO TU LIBRO