Escrito por Adrián Ferrero
Acuarias
Llevaba una solera blanca, de hilo, con un bordado de flores y pequeños frutos, ajustada al talle. Tal vez fueran cerezas, tal vez fresas. O tal vez moras. En el medio, el sol que por contraste le pegaba sobre los brazos, los codos, las piernas, la nuca, la coronilla. Lo que hizo entonces fue colocarse un sombrero de paja. Midió la distancia que la separaba de la sombra de los eucaliptus. Evitó la radiación solar. En el suelo había hojas en descomposición e insectos con cuernos o con antenas. Pero ella no era miedosa. La fronda, después de todo, no era un lugar sombrío. Más bien invitante a disfrutar de su frescura. De la fragancia de sus aromáticos frutos. Tomó dos del suelo y lo pasó por su nariz. La fragancia la embriagó. A continuación buscó un lugar cómodo sobre el césped. Era una superficie acolchada, mullida, cómoda. Se recostó. Luego se puso de espaldas y miró el cielo. Pequeños cirros lo cubrían parcialmente, sin impedir que el sol irradiara su luz
meridiana y su calor. Si bien no era un día sofocante, sí era un día para cuidarse de sus rayos. Jamás había visto un cielo de un celeste tan transparente, tan cristalino. El sol se derramaba sobre los cirros, produciendo efectos ópticos: luces, brillos, chispazos. Se dio vuelta y se puso a leer boca abajo una novela de Edith Warthon. Se la veía cautivada por el libro. No podía apartar los ojos de las palabras en hilera. Pasaba las páginas con mucha velocidad. Lo que denotaba interés por la lectura, una obstinada sensación de vértigo. La seducía la intriga y la belleza de la fábula. De pronto un viento brusco arrasador se desató.
Agitó las páginas del libro. Las hojas alocadamente iban pasando. Perdió el hilo de la lectura. De por qué página iba. Y se aprestaba ya para comenzar a buscarla cuando se dio cuenta de que tenía más ganas de caminar hasta el río. Se notaba que sentía atracción hacia el agua por el modo en que había acelerado el paso. Llegó a la margen derecha, donde el río se arremolinaba o se enroscaba sobre sí mismo, en un pequeño piletón. El sol tornasolaba la superficie del agua. Una libélula dio un vuelo rasante sobre la superficie del agua, robándose una gota. Fue entonces que se quitó la solera y la ropa interior. Introdujo un pie, suave, morosamente. La parsimonia acentuó aún más el goce. Percibió la temperatura del agua. La disfrutó. Ni fría ni helada. Fresca. A continuación se sentó y sintió que ese curso de agua la llevaría a un destino incierto pero seguramente al nacimiento mismo de la Gran Cascada. Se introdujo desnuda en el agua y recitó en ese preciso instante un poema que había leído en cierta antología, de un autor argentino:
“En el agua
me sabía volando.
Por eso, para remontar vuelo,
solo extendía mis alas
y me dejaba llevar por la corriente”.
Fue lo que hizo. En el preciso momento en el que finalizaba el verso del poeta, inició su ascenso por la caudalosa velocidad de las aguas.
Cita en Cabo Polonio
El primer beso tuvo lugar a orillas del mar. Allí sellaron su pacto. Pronunciaron las mismas palabras al mismo tiempo. Rieron. Martina había llevado un bolso con un abrigo que en tres movimientos certeros le calzó a Marina. Era el primer frío de marzo. Luego la tomó de la mano. Y caminaron a la vera del mar, océano mar. Era un lugar de aguas límpidas esa ribera uruguaya. Con chispazos que encandilaban durante el día. Fue algo completamente inesperado. Estaban tomando una cerveza roja con amigos en dos mesas contiguas. Claro que Martina miró a Marina. Hasta que por fin hicieron contacto visual. Terminaron las cervezas con el encanto de quien se sabe deseada. De modo que sin dar muchas vueltas Marina salió del bar, volvió el rostro hacia ella, cuando estaba a punto de atravesar el umbral. Cabo Polonio era todo para ellas. El bar estaba iluminado con velones color verde.
La luz había emitido algunas señales. Esas que recortaron el mentón y el perfil de Marina con porfía. Martina había mirado su cabello cayendo en una cascada cristalina sobre su espalda. El escenario era perfecto. Una noche estrellada. Ni una nube. Fue entonces que la brisa se convirtió en viento. Una luna nueva iluminó la belleza deslumbrante del talle de Marina, los muslos de Martina que llevaba un vestido corto. Sus cuerpos, bajo la luz de la luna, dibujaron dos sombras sobre la arena. Jugaron luego a decirse en voz alta sus nombres, a comprobar que rimaban por los cuatro costados. Era el eco el uno del otro, el uno del otro. Hasta que llegaron al malecón. Se sentaron en su extremo, bien entrado en el mar. Un mar de cuento de hadas. Esos en los que habían dejado de creer hacía rato.
Martina armó un cigarrillo y le convidó a su amiga. Marina hizo cuatro anillos de humo con la primera bocanada. Se rieron. Ambas comprendieron que algo, inmanejable y de modo inminente, iba a tener lugar. ¿Dónde pasar la primera noche juntas? Marina, Martina. Marina, Martina. Después de todo, una de ellas llevaba nombre de océano mar. “Me pusieron ese nombre porque mamá y papá me concibieron a orillas del Mar Rojo. Eso asegura mamá”. Suspiró. Marina, Martina. Marina, Martina. Martina, Marina. Eran sus nombres en vaivén, de ola contra roca, roca contra ola más lejos aún, allá en la rompiente.
El mar, rumoroso, las recibió, hospitalario, cuando no les importó un cuerno que las vieran
en cueros. Un pez plateado saltó por los aires. “Frente al amor, Amor, no puedo eludir las emociones más intensas”, dijo Martina, la más cavilosa de ambas. La más intelectual, también. Luego de un rato entre las olas, se escucharon palabras de enamoradas. Esas que solo dicta el atractivo, la fascinación de un primer encuentro. La seducción sin rodeos. La marea deslumbrante que era el océano mar, ahora propiedad de ambas. El agua las recibió como un padre que da su aprobación, bendiciendo esa unión. Él había muerto, pero Martina supo que tenía a su padre entre las venas, discurriendo vigoroso. Los moluscos sonrieron con sus valvas. Las noctilucas vibraron en su inmensidad. Las algas agitaron su cabellera.
Y se mecieron la una en la otra. La una en la otra. Hasta que por fin se animaron. Y esa noche de amor se prolongó en muchas noches. Las suficientes para comprobar que la vida, Amor, por fin puede ser justa.
Adicto a vos
Una vez más llega a su casa con el pelo mojado. Mojado y con olor a jabón de lavanda. Abre la puerta despacio y su mujer lo está esperando en el living, como siempre. Esa es la diferencia. Él ya no espera nada de ella. Ella toma una copa de cognac con la botella a su lado, casi vacía. Ha estado mucho tiempo allí. Tiene los ojos irritados, el rostro congestionado. Estuvo llorando. Él no le dice nada. Su esposa percibe el aroma a jabón. Él irá repitiendo esta escena circular durante varios meses. Su amante: pura suavidad, manos de coral, piel tersa, aroma a maderas (un perfume caro). Pero también mar embravecido al amarlo. Habitan ambos la rompiente. Vértigo. Sin dar explicaciones sale al jardín. Son las seis de la tarde de un día martes. Las peonías, el jazmín del país y las magnolias no han sido regados hace meses. Hay unos agapantos mustios también, cuyas hojas secas arranca.
Piensa en los momentos que ha vivido toda esa mañana, desde temprano, hasta que llegó
aquí, en que ha comenzado el tedio. La lástima. Piensa que puede llevar encima olor a mujer. Su esposa (sonaba tan raro esa palabra) tiene buen olfato. Saca el peine de carey del bolsillo. Su mujer bebe, bebe, bebe. La ha encontrado en ocasiones borracha en la cama. La ha tenido que acompañar al baño varias veces y luego bañarla y desvestirla para ponerle el camisón ¿Cuántas? Al médico: muchas. “Depresión”, ha diagnosticado el psiquiatra. Ella está tumbada en el sillón de terciopelo verde. Toma pastillas. Él riega el césped. De pronto suena el celular. Él lo tiene en el bolsillo. Lo toma temblando de pasión entre sus manos. El nombre que aparece en la pantalla es el de Sonia. Se excita con sus palabras que es como si le lamieran las orejas para luego decirle el acariciado secreto.
Todavía recuerda cómo hicieron el amor durante todo el día. Podrían seguir esa ceremonia profana indefinidamente.
Sonia, infinita, le envía otro mensaje. Son cada vez más ardientes. Saca fuerzas. Cobra vigor. Es un momento que había previsto hace tiempo. Lo postergaba. Se sienta en el sillón frente a su mujer. Sabe que ella caerá al precipicio. Toma envión. Hasta que se escucha diciendo: “Inés, tenemos que hablar”.
Pintura de la artista plástica argentina, Azucena Salpeter.
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