Por Sirio López Velasco (lopesirio@hotmail.com)
Hace algunos años no tuve paciencia para ver hasta el fin “La Condesa de Hong Kong”, la última película salida de las manos de Chaplin. Ayer, al ver un buen documental sobre su vida, realizado por la TV francesa, me enteré de que durante el rodaje de aquella obra tuvo tantos desencuentros con Marlon Brando, que apenas se toleraron hasta el fin de los trabajos, y después nunca más se hablaron.
Entonces me asaltó la curiosidad de ver esa cinta completa. Sydney, uno de los dos hijos mayores de Chaplin, tiene el papel secundario más importante, y aparece casi tanto en escena como lo hacen Brando y Sofía Loren, la pareja estelar de la película, que entonces estaba en el apogeo de su fama.
En una escena de cinco segundos se muestra Geraldine, la hija de Chaplin, que hace unos pasos de danza con Brando y pronuncia una sola frase, indagando acerca de la inmortalidad del alma.
El propio Chaplin aparece en dos escenas. En una abre la puerta del camarote de lujo que ocupa Brando en el transatlántico, para pedirle que cierre los hublots pues el mar empieza a agitarse. Y poco después vuelve a abrirla sin pronunciar palabra y mostrándose visiblemente mareado por el movimiento del barco. La trama corresponde a la de una comedia hollywoodiana de segunda categoría. Un millonario resiste a la compañía de una pobretona deslumbrante, cuando el espectador se da cuenta desde el primer minuto que aquello terminará en amor.
Una secuencia repetida de correrías de un abrir y cerrar de puertas para que ningún extraño perciba la presencia de la pobretona en el camarote del millonario, ocupa innumerables minutos. Y al fin el millonario abandona a la snob esposa de la que ya se estaba divorciando, para quedarse con la pobretona.
El espectador respira aliviado al ver la palabra “fin” tras una trama que nunca lo hizo reír, ni emocionarse. Lo que me pregunto es por qué Chaplin hizo pública esa cinta que escribió, dirigió y en parte produjo, pero que es absolutamente indigna de su genio. La pérdida de los millones en juego en los contratos con la pareja Brando-Loren y demás gastos de filmación no valían la mancha infligida a la genialidad de Chaplin. Y me pregunto por qué éste no se resignó a la cuantiosa pérdida monetaria, habida cuenta de que cuando lanzó la película ya tenía 78 años y su fortuna era sólida. Porque es imposible que con su infinito talento no se haya dado cuenta, antes mismo del montaje, de que aquella cinta era un mamarracho.
La única respuesta que se me ocurre es que creyó que debía aquel dinero a su esposa y numerosos hijos, y que el bienestar de los mismos valía la inmolación. Y quizá, consciente de lo que hacía, eligió esa última escena de la que se despidió del cine (para morir diez años después) sin pronunciar palabra; como pidiendo disculpas y recordando al espectador que, a pesar de aquel último adefesio, su genio era y es tan indiscutible e inmortal como Charlot.
A nosotros, simples mortales, nos queda el consuelo de que si hasta los genios pueden equivocarse, todo nos ha de ser perdonado en las artes y en la Filosofía.
Imagen de Juan Alejandro Henríquez
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