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Foto del escritorMiguel Angel Herrera Castillo

CRONI (CUE) CA

Cuando era pequeño, mi padre inundo mi banda sonora de rancheras y cuecas de Los Hermanos Campos. Crecí escuchando los sonidos del campesinado, lo hice en la ciudad, donde habían migrado mis padres, y lo hice en los cerros de la nahuelbuta maulina, allá cerca de la playa, donde el viento es una travesía.

En el campo la cueca sonaba raramente, casi nada diría, en Santiago por otra parte vivíamos con la obligación del acto cívico-militar de día lunes. Con cuecas que hablaban de patrones y peones amancebados, con militares en las calles que mantenían el acento campesino en sus conversaciones y sus órdenes. En la esquina de mi pasaje un militar con fusil al hombro “cuidaba” nuestros días y pretendía infundirnos miedo, cuando lo único que nos heredó fue rabia y melancolía de un pasado libre y rebelde.

Por esos años la cueca se transformó en el sonido de unos señores encopetados y de militares violentos y asesinos. El traje de baile era la copia exacta de los patrones de fundo que habían hecho migrar a miles de campesinos pobres y desheredados. Fue así que el sonido de los huasos quincheros y tantos otros lamebotas nos hicieron creer que la cueca era el sonido de la maldad y de la impunidad.

Comenzamos a odiarla tanto como a esos militares que nos amenazaban a diario con ponernos un balazo entre ceja y ceja. Crecimos renegando de ese sonido patronal e inescrupuloso que nos decía que la cueca se bailaba de una forma determinada, que se vestía como ellos decían y que se celebraba solo como a ellos gustaba.

Pasaron los años y nuestro desprecio solo se mantuvo, la cueca no significaba para nosotros otra cosa más que la impunidad y la prepotencia, pero tuvimos la suerte de sobrevivir a los años de oscuridad, sobrevivimos a las jornadas de frio y calor, formados como cadetes de escuelas asesinas y con un odio escondido a esa bandera manchada de sangre.

Sobrevivimos, y tuvimos la suerte de reencontrarnos con un sonido del que carecíamos, con un sonido que nos representara, que nos recordara ese pasado campesino y pobre del que nos contaban nuestros padres las largas noches de apagones y protestas.

Fue así que los años pasaron y volvió la “democracia”. Pero culturalmente seguíamos tan guachos como siempre, sin un sonido y una poesía que hablara de nosotros y de nuestras circunstancias. De pronto, un disco llego a mis manos, era el tío Roberto Parra que nos cantaba de pobres viviendo a la orilla del Mapocho, de zarrapastrosos que se ganaban la vida día a día en los confines de una periferia silenciada por los medios de comunicación, porque esas historias no mostraban lo jaguares que éramos, pero nosotros vivíamos imbuidos en una vida dura, que se desarrollaba entre barro y fonolas, entre terrenos normalizados luego de las tomas, en poblaciones donde no llegaban los políticos con sus zapatos lustrados y sus trajes de buena costura.

Fue el tío Roberto el que prendió el fuego de nuestra idiosincrasia, el que despertó la curiosidad en nosotros y nos hizo darnos cuenta que bajo todo ese poncho millonario habían cantores que nada tenían que ver con toda esa cultura que tanto odiábamos.

Por esos años comenzamos a rondar los bares del Santiago Centrino, comenzamos a encontrarnos con cantores que desarrollaban su arte entre borrachos y pendencieros y con una guitarra y una cuncuna con botones nos cantaban de nuestras poblaciones, de nuestra cuna pobre, del orgullo de ser un roto que no necesitaba ni de políticos ni de empresarios para sobrevivir el día a día.

Comenzó a aparecer entre nosotros la escuela de la cueca urbana, centrina, brava o como quieran llamarla. Empezamos a darnos cuenta que la cueca se bailaba como uno la sintiera, que no necesitábamos disfraces para darle vida a nuestro propio carnaval, lleno de trabajadores zarrapastrosos y bohemios amantes de mujeres inquietas y desprejuiciadas. Acá, el feminismo no tenía sentido porque ellas mandaban, ellas manejaban las riendas de nuestro callejear amoroso.

Cuando descubrimos los bares de la bohemia que aun peleaba por no morir, nos entregamos a la dicha de la conversación y el canto desenfrenado. Los trukeros amenizaban nuestras noches noctambulas con sus cantares legüinos y de puerto antiguo. La posada del corregidor pasó a ser la posada de los incorregibles, comenzamos a sentirnos orgullosos de los taitas que habían sido silenciados con la dictadura. Allá en pleno alameda con San Antonio el ciego que vendía antenas a las puertas del 777 nos acompañaba con una guitarra luego del caldo e pata y las jarras de tinto correspondientes. En El Barquito aprendimos que no se necesitan escenarios cívicos ni grandes explanadas para darle fuerza a nuestra garra peleadora y voraz, éramos hijos de pueblo pobre poniendo voz en jarro nuestras experiencias vitales. Recorríamos La Alameda de las Delicias haciendo sonar nuestras palmas y enfundados en nuestras botellas cualquier esquina servía para llamar al diablo a que bailara con nosotros, como dice un amigo, hacíamos llorar a diosito con nuestro graznar de roto rebelde.

Fue laviseca la meca de nuestros bailes arremangados y coquetos, donde mirábamos a las chiquillas levantarse la falda para que las sacáramos a dar una vuelta por la cancha del carnaval. Los cultores eran taitas idénticos a nuestros propios taitas, gente de trabajo que le daba vida a la fiesta chilenera luego de las horas de esfuerzo empobrecido. El licor bañaba nuestras conciencias y el canto nos envalentonaba para sacarle la madre a todo eso que nos habían querido imponer a fuerza de fusiles, éramos nosotros, los rotos, los pobres, armando nuestra propia fiesta, con nuestras propias reglas y con nuestra propia energía, libre y avasalladora como siempre ha sido.

Bajamos al matadero, pero ya no existía el matadero, solo quedaban cocinerías de buena ley, que habrían sus puertas a los comensales que por poca plata se zampaban sendos platos de porotos con longaniza y emborrachaban la realidad con la jarrita correspondiente, con la Pilsen de ocho cincuenta, con la niña que te miraba al pasar y dejaba su mirada tatuada en nuestra memoria. Caminamos y nos desparramábamos por el club hípico, cantando y bailando como si mañana no existiera, como si hoy era el presente que podíamos gobernar y que la fiesta era el momento en donde éramos plenos, dichosos, libres y rebeldes.

La Estación central nos recibía con cantos que se escuchaban desde la distancia, solo debíamos seguir el eco delos pregones para encontrar el lugar donde el carnaval estaba vivo aun, donde, entre pillos y trabajadores nos sentíamos a gusto, como si nunca antes hubiésemos odiado lo que el dictador algún día dijo que hiciéramos.

La alameda era un lugar al que conocíamos como la palma de la mano, cada esquina tenía un mundo donde cobijarse del frio, del calor y sobre todo de la sed que nunca se calma, avanzábamos hacia arriba, probando mostos en cada bar y tugurio donde éramos recibidos como si nunca nos hubiésemos ido de ahí. Caminábamos por los pasillos de la Vega Central arrodillándonos ante los portales de los bares donde la vihuela era la reina y el canto del pueblo se hacía escuchar a fuerza de volumen y resistencia. Muchas veces eran los mismos cantores los que nos regalaban botellas de mosto para que siguiéramos la fiesta chilenera, para que acompañáramos sus cantos con voz traposa y conciencia perdida. Fueron años hermosos esos, donde aparecen de vez en cuando talleres periféricos que nos enseñaban a amar aún más este sonido traído del al-Andalucía hasta nuestras mesas de desdichados guachos sin identidad. Fue el gran MarabolÍ con sus enseñanzas eternas el que nos envalentono a ir por ahí diciendo que nos gustaba la cueca y que la gozábamos donde fuera, con quien fuera y hasta la hora del mazo, no había horario para rendirle pleitesía a nuestra chilena. El maestro Luis Castro, con el apañe de Mario Rojas nos enseñó a cantar, a crear, a respetar a los cultores de fuste y a los bravos de supervivencia. Aprendimos que el roto no es un personaje como lo cuentan los libros de historia, que la cultura barriobajera la vivimos en cada paso que damos y que no es letra muerta en los libros de historia.

Aprendimos a amar la cueca, porque ella nos ama a nosotros, nos acurruca con su sonido de cuna y nos enseña a través de su poesía que no estamos solos, que no somos guachos, que no representamos lo más vil de la sociedad sino más bien lo más aguerrido de nuestra cultura de pueblo campesino-prole. Aprendimos que aunque seamos pocos somos la escuela viviente de un carnaval propio, que no necesitamos ni de sellos ni de iniciativas gubernamentales para sentirnos orgullosos y representados.

Cuando camino por los barrios de mi infancia, allá por la legua, San Miguel, La Gran Avenida, parece que viera a mi tío paseándonos por el persa Bio bIo contándonos historias mientras caminamos por Santa Rosa hacia el mercado popular. Mi estancia en la población Villa O’Higgins solo ha remarcado mi carácter de ser popular, de ser humano valioso por el esfuerzo que entregaron mis antepasados. La cueca nos abrió el camino para decir lo que pensamos, lo que sentimos, para recordar a nuestros muertos, para ensalzar las historias de violencia periférica.

Tomamos clases de baile, de poesía, de historia, de lenguaje y de solidaridad mientras bailábamos esa cueca que nos abrazaba como diciéndonos “te quiero”. Cada estadía en el carnaval sabíamos dónde comenzaba pero nunca donde podía terminar. Alguna vez termino en una cuneta cualquiera esperando el sol para que pasara la micro, otras nos despertábamos en la playa, abandonados a nuestra suerte, con las herramientas propias de un roto que sabe caminar sin miedo.

Fue así como comenzamos a andar la cueca, quitándonos todo el desprecio que la dictadura había tratado de imponernos y queriéndonos a nosotros mismos tal y como éramos, con nuestros demonios y virtudes, sacando pecho como decían los viejos, porque éramos personas que teníamos una historia propia que se cantaba y celebraba cada vez que quisiéramos, éramos valiosos porque teníamos un canto que nos representaba, que decía lo que nosotros queríamos escuchar, que cantaba nuestras noches turbulentas y nuestros rincones de amor apasionado y borracho.

Fue así como comenzamos a amar lo que en un principio despreciábamos, fue así como comenzamos a reconocernos entre nosotros como lo que éramos, poderosos seres empobrecidos por la desidia de políticos y militares, pero gente con hidalguía que reconoce en nuestra propia historia el valor al que los poderosos no son capaces de llegar, porque ellos no tienen cultura, no tienen amor por el otro, no tienen identidad, en definitiva no son nadie más que un cerro infinito de billetes que en cualquier momento tomaremos por asalto y le prenderemos fuego, porque no necesitamos ni de dinero ni de poderosos para ser quienes somos. Unos simples amantes de la vida.

 

Foto de Gloria Henríquez (Gloriosa Fotografía - www.gloriosa.cl )

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