Ernesto Langer Moreno
Si no fuera porque lo venció el sueño habría seguido fumando. Y como se quedó dormido con un cigarrillo en la mano en las sábanas se hizo un pequeño agujero que por suerte no alcanzó a prender o tal vez se hubiese producido un incendio y desencadenado una tragedia.
Al otro día cuando despertó se dio cuenta del agujero en la sábana, pero ni siquiera se inmutó. No era la única vez que esto le ocurría. Lo primero que hizo fue encender otro cigarrillo.
Fumaba como una chimenea sobre todo ahora después de casi tres semanas de encierro debido a la pandemia que azotaba el país y al mundo entero. Un bicho minúsculo pero mortal que tenía a todos encerrados como prisioneros en sus propias casas.
Se sentía como un león en una jaula. Apenas se lavó la cara y se preparó el desayuno entre fumada y fumada. No se quitó el pijama, para qué, y tomó una taza de café cargado como lo venía haciendo ya hace días, antes de encender el televisor y escuchar las noticias.
En las noticias hablaban del número de infectados y muertos como si eso fuera lo único digno de atención. Todo lo demás parecía haber desaparecido del interés de los medios y de repente se sintió asqueado de tal situación pensando que él mismo podría convertirse, cualquier día, en un número más de esa cuenta de fallecidos que engrosaba día a día.
Encendió un cigarrillo, abrió la ventana y se puso a mirar hacia fuera. Las calles estaban vacías, salvo por algunos automóviles que aparecían y desaparecían cada cierto tiempo. Apagó el televisor y se tendió de nuevo sobre la cama sin saber qué hacer. Tenía que luchar por no dejarse vencer por la depresión y su departamento de 38 m2 no le daba muchas opciones. Tomó el celular y pensó llamar a un conocido para conversar y distenderse un poco. Pero no lo hizo, prefirió encender otro cigarrillo y hojear un par de revistas que estaban sobre el velador.
La portada de una de las revistas tenía la imagen de una rubia medio desnuda sonriendo y sintió ganas de masturbarse ¿Qué otra cosa podía hacer?
Después se levantó al baño y se lavó los dientes. Volvió a encender el televisor, esta vez para ver una película. Entretanto encendió un cigarrillo tras otro, contento de haberse aprovisionado con muchas cajetillas antes que el encierro comenzara oficialmente.
De pronto escuchó sonar el teléfono y respondió para colgar de inmediato al darse cuenta que se trataba de una grabación, de seguro para cobrar alguna abultada cuenta. No podía entender cómo algunas empresas continuaban con sus tácticas comerciales como si nada pasara. Porque nada era claro, ni las medidas adoptadas por el gobierno, ni los síntomas de la peligrosa enfermedad, ni el número de muertos. Todo era como un remolino de malas noticias del cual a ratos pensaba no saldrían jamás.
Se levantó, se preparó otro café y se volvió a acostar. El tiempo pasaba lento y esta vez se puso a fumar en una pipa que guardaba para ciertas ocasiones. La cosa era echar humo. Mientras lo hacía creyó que si esto no terminaba pronto se volvería loco, porque en vez de relajarse estaba cada vez más nervioso. Como a medio día le dio hambre y pensó en prepararse algo rápido, un huevo o un pan con queso. Pero cuando abrió el refrigerador este estaba casi vacío. Lo único que había era un resto de helado que se devoró.
Sin duda que no estaba para ir de compras y tenía que aguantar. Estaba tan nervioso que no podría manejar, y aunque pensó en un servicio de entrega a domicilio, lo desechó pensando en no gastar inmediatamente los pocos pesos que le quedaban. Después de todo nadie sabía hasta cuándo iba durar la situación.
Así que se preparó otro café y volvió a la cama. Entonces imaginó a docenas de fumadores conversando frente suyo y por un momento se sintió menos solo. Según pensaba no podía haber nadie en su sano juicio que aguantara encerrado y se mantuviera lúcido. Fumando como locos, así imaginaba a muchos soportando el encierro. No había otra forma, según él, sobre todo si se estaba solo, como era su caso.
Con una mujer sería diferente porque al trago y a los cigarrillos le agregaría el sexo, lo que sin dudas le habría hecho la situación más llevadera. Pero no era así, Y el asunto se alargaba semana tras semana.
Como a las tres de la tarde se preparó unos fideos y los mezcló con el último huevo que le quedaba. Ese fue su almuerzo del día. Después se dio unas cuantas vueltas por el salón del departamento y encendió otro cigarrillo. Alguien de sus vecinos se puso a cantar a todo volumen una opera que no le gustó y lo obligó a cerrar la ventana. Si quisiera escuchar música, se dijo, lo haría poniéndome los audífonos y sería rock. La oscuridad llegó y tuvo que encender las luces. El problema comenzó cuando quiso encender otro cigarrillo y no encontró con qué. Buscó fósforos con nerviosismo pero no pudo encontrar ninguno.
Lo primero que se le ocurrió fue en molestar a algún vecino. Después de todo no saldría del edificio y no cometería ninguna infracción. Abrió la puerta de su departamento y miró hacia el pasillo donde penaban las ánimas, así que salió así como estaba y golpeó la puerta colindante a la suya esperando ser bien recibido.
Una mujer abrió la puerta y, sorpresivamente, sin decir una palabra, lo invitó a entrar.
El encierro hace que los comportamientos se distorsionen. El departamento de la vecina estaba lleno de libros y hojas de cuadernos tiradas sobre el piso y, al igual que él, ella se encontraba en camisa de dormir.
Él le mostró el cigarrillo y ella le pasó un encendedor. Le ofreció uno pero ella no quiso. A cambio ella le invitó un vaso de vino de una botella a la que le quedaba menos de la mitad. Ni siquiera se conocían pero la emergencia, el desastre, les había hecho tener algo en común, el tedio del encierro y la angustia de la incertidumbre.
No hablaron mucho. Ella encendió la radio y se pusieron a bailar. Tenía más o menos su edad y a pesar de estar en camisa de dormir sus ojos y uñas estaban bien pintadas, su pelo bien cuidado, como si fuera a salir. Se notaba un poco alegre por el vino y estaba sola.
Luego de un rato de abrazarse durante el baile terminaron en la cama.
Ella siguió tomando vino y él fumando. Claro que esta vez puso atención porque las sábanas no eran suyas y apagó la colilla con cuidado en un cenicero.
- Cuándo se irá a acabar toda esta mierda, dijo ella.
- No lo sé, respondió él.
- Si sigo así creo que me voy a volver loca.
- Yo también.
- Me llamo Georgina, dijo ella.
- Mauricio, dijo él.
Comments